¿Que vengas del Infierno o del Cielo, qué importa,
¡Belleza! ¡Monstruo enorme, ingenuo y espantoso!
Si tus ojos, tu risa, tu pie, me abren la puerta
de un infinito al que amo y nunca he conocido?
Charles Baudelaire, Himno a la belleza
Lo que desde la creación del mundo había sido motivo de afanes y desvelos por parte de los sabios se hallaba ahora en mis manos. No es que se me revelara todo de golpe, como si de un juego de magia se tratara. Los datos que había obtenido no eran la meta final; más bien tenían la propiedad de, bien dirigidos, poder encaminar mis esfuerzos hacia la consecución de mi objetivo.
Mary Shelley, Frankenstein o el moderno Prometeo
La fascinación que nos produce la figura del monstruo ha evolucionado poco a poco; podemos hablar de hombres lobo, vampiros, momias, zombis o fantasmas de forma natural, ya que su inserción dentro de la cultura se remonta a lugares y tiempos antiguos. La literatura por su parte, se ha encargado de ensalzar dichos personajes, de tal manera, que las diversas obras literarias con estas referencias forman parte del canon. Sin embargo, su reconocimiento no es fortuito, no hablamos de simples historias de terror o suspenso que una vez contadas cumplen una función y son desterradas del imaginario individual y colectivo. El caso de Frankenstein o el moderno Prometeo (1818) de Mary Shelley, es prueba fehaciente de la trascendencia y evolución del personaje que consideramos “monstruoso” hasta nuestros días. De esta manera la obra de Shelley inserta dentro del romanticismo, merece un análisis detallado de las múltiples variantes que rodean a tan mencionada figura.
Encontramos una significación importante en el título, que nos remonta al mito griego en donde Prometeo roba el fuego a los dioses con el fin de entregárselo a los hombres y como consecuencia se desata la cólera de Zeus que desemboca en el castigo del osado Titán y los mortales. Zeus ordena crear a una mujer hecha de arcilla llamada Pandora, que es enviada al hermano de Prometeo: Epimeteo; dicha mujer lleva consigo una caja repleta con todos los males y posteriormente es abierta, liberando así el caos en el mundo. Mientras tanto, el castigo para aquél que burló al gran Dios es ejemplar. Prometeo es capturado y encadenado por Hefesto en una gran montaña, donde cada día un águila devorará el hígado del desdichado. Como éste era inmortal, el órgano volvía a regenerarse, volviendo a repetir el ciclo en un sufrimiento eterno. Pero ¿por qué llamar a la obra con el nombre del antiguo Titán?
Si bien, el fuego que robó Prometeo trajo consigo grandes avances y descubrimientos para los seres humanos, en la obra de Shelley la carga simbólica que presupone el mito es sumamente importante. Ubicamos a Víctor Frankenstein como este “moderno Prometeo” que transgrede los límites entre lo humano y lo divino. En un inicio nos encontramos con el hombre virtuoso, rodeado por un núcleo familiar consolidado, en donde el amor y la prosperidad parecen nunca agotarse. Rápidamente la felicidad se ve alterada con la muerte de la madre y la fragmentación de su ser comienza poco a poco a tomar un camino del cual ya no habrá retorno.
Víctor es un intelectual enfocado plenamente en sus estudios científicos, lo cual lo llevan a partir hacia Ingolstadt para continuar con su formación. La búsqueda por el conocimiento constante, lo conducen a la creación de la criatura que en un principio es pensada como humana y perfecta. De esta manera, el acto de crear a un ser humano se transforma en el conocimiento prohibido que hasta ese momento sólo podía adjudicársele a Dios:
¿Cómo expresar mi situación ante esta catástrofe, o describir al engendro que con tanto esfuerzo e infinito trabajo había creado? Sus miembros estaban bien proporcionados y había seleccionado sus rasgos por hermosos. ¡Hermosos!: ¡santo cielo! Su piel amarillenta apenas si ocultaba el entramado de músculos y arterias; tenía el pelo negro, largo y lustroso, los dientes blanquísimos; pero todo ello no hacía más que resaltar el horrible contraste con sus ojos acuosos, que parecían casi del mismo color que las pálidas órbitas que se hundían, el rostro arrugado, y los finos y negruzcos labios.
Las alteraciones de la vida nos son ni mucho menos tantas como las de los sentimientos humanos. Durante casi dos años había trabajado infatigablemente con el único propósito de infundir vida en un cuerpo inerte. [1]
Las consecuencias resultan contradictorias y posteriormente funestas. Lo que pudo ser un avance científico de gran magnitud para la humanidad, se configura como el eterno castigo de nuestro protagonista. La criatura a la cual se le otorga la vida no es ni humano, ni fantasma; se queda en un simple bosquejo, una sombra de aquello que pudo ser y no será. Su figura no encaja, vemos a un ser desproporcionado que aterroriza a quien lo ve, incluso al observar su propio reflejo adquiere una conciencia en la que comprende que por sus características físicas no será aceptado dentro del mundo en el que fue creado. La ética y moral es adquirida con el paso del tiempo gracias a la convivencia −oculta− y enseñanzas propias de las personas con las que se topa, al igual que los conocimientos del mundo que le rodea. Así pues, la palabra monstruo, engendro, criatura, raro etc., son formas despectivas para resaltar aquello que no se encuentra dentro de los estándares sociales considerados como convencionales, o como vulgarmente les llamamos: “normales”.
¿Quién es el monstruo en este caso? Ambos. La respuesta se vuelve tajante ya que, si bien, no ponemos en duda la humanidad de Víctor, los actos que lo llevan a desafiar a la naturaleza transgreden incluso la irracionalidad misma. Hay un desbordamiento exacerbado del hombre romántico, en donde la criatura y el científico se presentan como una dualidad entre lo racional e irracional, divididos por una delgada línea que con frecuencia se ve rebasada en ambas partes. Sin embargo, el ejemplo mejor desarrollado se encuentra en el engendro, quien en un inicio muestra interés por insertarse con los hombres y aprender cuanto se encuentre a su alcance; pero esa aparente bondad se ve corrompida rápidamente una vez que entiende que su ideal no podrá ser alcanzado al tener un aspecto poco agradable ante los ojos del otro.
De esta manera, el resentimiento hacia su creador lo hacen cometer una serie de asesinatos significativos para Víctor y así presionarlo para que realice su petición primordial: el deseo de tener a alguien semejante a él con quien compartir la desigualdad a la que se enfrenta. La condición que en un inicio se desdibujaba, ahora apuesta hacia lo maligno. No encontramos una belleza armónica digna de un balance entre lo físico y las virtudes, pero no por ello significa que deje de ser bello. Encontramos una “Belleza Medusea” como Mario Praz la nombra, aquello que deriva de lo horrible, que produce gozo, pero a la vez dolor, si recordamos que este ser mitológico con figura femenina pero con cabello de serpientes, convertía en piedra a quien la mirara fijamente. Es decir, la contemplación no puede llevarse a cabo de manera absoluta, si no se corre el riesgo de sufrir en el intento. Aún decapitada, el verla produciría el mismo efecto para aquellos que se atrevieran a detenerse y observar:
La cita de testimonios de escritores románticos y decadentes sobre la unión inseparable de lo bello y lo triste, sobre este tipo de belleza suprema que es la belleza maldita sería interminable. Incluso Victor Hugo, por cuyas venas no corría desde luego la sangre atribulada de Shelley, Keats, Flaubert ni Baudelaire, siguiendo las huellas de este último, atestigua con solemnidad el parentesco de la belleza con la muerte.[2]
Este tipo de exaltación no pasa por lo racional, nos encontramos ante lo sombrío, pero sumamente cautivante; el terror produce hermosura al igual que lo inefable ligado con la muerte. El hombre se da cuenta de su mortandad, su condición efímera y lo pequeño que es. Por ello la creación de Frankenstein resulta totalmente atrayente, ya que provoca un estremecimiento en el cual podemos indignarnos ante los crímenes atroces que se efectúan, al mismo tiempo que su imagen nos recuerda que somos bestias y carne que se pudre. Recordemos que el monstruo está hecho de restos humanos que han sido profanados por Víctor de sus tumbas, desvelando el robo como carácter desafiante a los dioses a los que el ser humano rinde culto. El desmembramiento de los cuerpos, nos habla de una multiplicidad de otros dentro de lo que debería conformar una individualidad y que una vez unidas las partes darán cabida a un nuevo ser. Por ende, la proporción se desborda y se alimenta a sí misma para adquirir validez.
La imagen producida por Shelley de dicho personaje ha tenido una gran variedad de representaciones a lo largo y ancho del planeta; desde obras de arte, imágenes y caracterizaciones en cine y teatro, hasta formar parte de la cultura pop. Curiosamente, su apariencia física ha tenido una serie de cambios hasta llegar a lo que hoy conocemos como “El monstruo de Frankenstein”, pero que se aleja bastante de lo descrito por Shelley. Probablemente el aspecto que adquirió mayor popularidad dentro de la cultura de masas proviene de la adaptación cinematográfica de 1931, producida por Universal Pictures y dirigida por James Whale, en donde el monstruo encarnado por el actor Boris Karloff nos muestra a un personaje desproporcionado en comparación con la estructura humana convencional. La apariencia mortuoria sigue presente, pero el color establecido en su piel es de un verde enfermizo con dos tornillos sobresaliendo de su cuello y las notables costuras que unen sus miembros se encuentran bien definidas.
Sigue prevaleciendo el efecto de inhumanidad, pero destaca más en el plano físico, por lo que se le adjudica desde el momento de su creación una naturaleza malvada, al colocarle el cerebro de un criminal durante el proceso de creación. Encontramos así que la dualidad entre bien y mal planteada en la novela se va perdiendo, pero la belleza de lo que consideramos como horrible permanece. Por su parte, el Dr. Henry Frankenstein interpretado por Colin Clive cambia notablemente −y no sólo nos referimos al nombre− ya que adquiere el papel de víctima más allá de las penas por las que tiene que pagar, logrando un aspecto de simpatía frente a las personas que le rodean y no una exclusión social como en la obra de Shelley. Esto lleva al pueblo a apoyar al doctor y posteriormente asesinar al engendro quemándolo cuando se encuentra dentro de un molino.
Es así como la evolución de uno de los personajes más aterradores por excelencia, ha abatido la obsolescencia del tiempo a pesar de los cambios producidos de manera superflua. No obstante, el material primordial de la obra literaria no cambia y la significación no se concibe como un ente separado, sino como un conjunto en donde incluso las diferencias logran un punto de concordancia.
Bibliografía:
Baudelaire, C. (2011). Las flores del mal. (L. M. Merlo, Trans.) Madrid, España: Cátedra
Praz, M. (1999). La belleza medusea. In M. Praz, La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica (p. 78). Barcelona: El acantilado
Shelley, M. (2004). Frankenstein o el moderno Prometeo. Libros en Red
Whale, J. (Director). (1931). Frankenstein [Motion Picture]
Whale, J. (Dirección). (1931). Frankenstein [Película]
[1] Shelley, M. (2004). Frankenstein o el moderno Prometeo.(pág.41). Libros en Red.
[2] Praz, M. (1999). La belleza medusea. En M. Praz, La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica (pág. 78). Barcelona: El acantilado.